
Los ojos huecos de una estantería vacía
me miran, castigándome en silencio.
Hace tiempo que los libros que la ocuparon
se convirtieron en ceniza entre mis manos.
Un cenicero de recuerdos,
un crematorio de sueños.
Ahí es donde vivo, pensativo, callado
dibujando en el polvo del pasado
siluetas de nombres que el olvido borró.
Fantasmas.
Autopistas y caminos solitarios
alumbrados por palabras de ánimo,
huecas, inútiles,
idealizan proyectos
construyendo castillos de papel de fumar
de cara a la lluvia
o a la espera de una lágrima
antes de volver a empezar.
Caerse. Levantarse. Caerse. Quedarse tumbado.
Cansancio.
Añoranza de una fase larvaria,
coqueteos de absenta y café
entre ideas que asustan,
pero no sorprenden,
de viajes sin retorno
entre mortajas y seres necrófagos.
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